Pedro BARRUSO BARÉS
El próximo 18 de julio se cumplirán ochenta años de la sublevación militar que dio comienzo a la Guerra Civil de 1936 a 1939. Posiblemente se trata de la ruptura más importante sufrida por la sociedad española cuyos efectos, quizás, no se han superado del todo. Cabe la duda de si dentro de cien años podremos ver con más desapasionamiento el conflicto de 1936. Pero por el momento no podemos responder a futuribles y por eso vamos a centrar nuestra atención en lo que supuso el conflicto en el País Vasco y las consecuencias que tuvo el mismo con la perspectiva del siglo ya asomando por el horizonte.
Hemos dicho antes que la guerra fue una ruptura de la sociedad española pero también lo fue de la sociedad vasca. El País Vasco se fracturó en dos. Tanto territorialmente como desde el punto de vista político. Mientras Guipúzcoa y Vizcaya permanecieron leales a la República, Álava fue rápidamente controlada por los sublevados. En cada territorio las circunstancias fueron diferentes. En Guipúzcoa fueron necesarios días de combates para hacer frente a la mal organizada y mal desarrollada sublevación de los rebeldes guipuzcoanos. El fracaso del “Alzamiento” en San Sebastián alteró en parte los planes de Mola, que había diseñado un pronunciamiento, de corte decimonónico, de la periferia hacia el centro. Según el plan de Mola una serie de columnas marcharían sobre la capital y pondrían fin al gobierno que no al régimen. El fracaso en la capital donostiarra obligó a Mola a improvisar una dura campaña de casi dos meses para dominar la mayor parte del territorio guipuzcoano. En Vizcaya, por el contrario, no llegó ni a producirse la sublevación. La decidida actuación de Gobernador Civil Echeverría Novoa, la lealtad de las fuerzas de orden público y el peso de las organizaciones obreras hizo desistir a los conspiradores del cuartel de Garellano. En Álava, por el contrario, los militares controlaron la situación antes de que las autoridades republicanas fueran capaces de reaccionar y éstas fueron detenidas o expulsadas del territorio.
Pero, como ya hemos dicho, el comienzo de la Guerra Civil supuso otro tipo de rupturas de la sociedad vasca. Mientras las fuerzas de izquierda se posicionaban de manera inequívoca junto a la República el PNV atravesó una situación compleja. Ha quedado claramente demostrado, en la numerosa bibliografía sobre el tema, que la dirección nacionalista nunca dudó de su alineamiento con la República. A pesar de ello las circunstancias por las que pasaron las organizaciones nacionalistas fueron diversas. En Vizcaya no hubo problemas, en Guipúzcoa la decidida actuación del diputado Manuel de Irujo hizo despejar cualquier duda y en Álava las circunstancias forzaron a que los nacionalistas alaveses se replegaran de la escena pública. Por otra parte la segunda fuerza política del País Vasco “la Comunión Tradicionalista” se sumó de manera entusiasta a la sublevación y fue una fuerza determinante en el triunfo de la misma. En el País Vasco el resto de las fuerzas políticas —monárquicos, conservadores y falangistas— se sumaron también a la sublevación pero, con la excepción de Álava, fueron meros sujetos pacientes hasta que los sublevados ocuparon los diferentes territorios e incluso después, debido a la unificación impuesta por Franco, su papel fue menos relevante de lo que se podía esperar no tanto por su peso numérico como por la cualificación de sus dirigentes, algunos de los cuales encontraron la muerte en el conflicto.
Tertulia conspiradora de la Plaza del Castillo de Pamplona en la primavera de 1936. De izquierda a derecha: comandante Fernández Cordón (con sombrero), general Mola, Ramón Mola y capitanes María y Vizcaíno.
La Guerra Civil supuso también una ruptura de uno de los elementos más cohesionadores de la sociedad vasca: la Iglesia Católica. La ruptura de la iglesia fue uno de los elementos singulares del conflicto en el País Vasco. Mientras que en el resto de España se desataba una persecución religiosa en toda regla en el País Vasco las autoridades protegieron a religiosos, sus edificios e incluso mantuvieron los ritos católicos. Es más, en el País Vasco las muertes de clérigos fueron causadas por los propios sublevados, con la complicidad de las autoridades eclesiásticas y solo se detuvieron tras las advertencias al propio Franco por parte del Cardenal Gomá. La jerarquía eclesiástica vasca, personificada en el obispo de Vitoria Mateo Múgica, no se sumó con el mismo entusiasmo que el resto del episcopado español a la “cruzada” emprendida por los sublevados y el clero parroquial se fragmentó entre aquellos de sensibilidad nacionalista y los sectores más conservadores e integristas que vieron en la sublevación la posibilidad de recuperar la influencia social perdida en el quinquenio republicano.
Otra de las discordancias importantes de la Guerra Civil no es nueva. Se trata de la antigua dicotomía entre el campo y la ciudad que ya se planteó en las guerras civiles del siglo XIX. Este esquema se vuelve a reproducir, como acertadamente definió hace tiempo el profesor Granja, en la política vasca de la II República. Se produjo una triangulación entre la izquierda, el nacionalismo y las opciones conservadoras. Tiempo después el profesor Rodríguez Ranz demostró, para el caso de Guipúzcoa, las diferentes zonas en las que se podía dividir el territorio (San Sebastián, Guipúzcoa Urbana, Guipúzcoa Intermedia y Microguipuzcoa rural) cada una de ellas con sus diferencias sociales y políticas. La izquierda, republicana u obrera, era predominante en las zonas urbanas, el nacionalismo en las zonas semi industrializadas y las opciones conservadoras —el carlismo para ser más concreto— en los municipios más pequeños. Este esquema, al menos en el caso de Guipúzcoa, se debe situar en la base de posteriores análisis a lo largo del franquismo y en épocas posteriores.
Pero todas estas rupturas hubieran sido superables si los sublevados no hubieran optado por la imposición violenta de sus planteamientos. Para ello recurrieron a una violencia política extrema que tuvo los efectos contrarios a lo que pretendían. Esta actuación llevada a cabo por el régimen no fue, como reconoció en propio cardenal Vicente Enrique y Tarancón, reconciliadora. El régimen dejó bien claro, como se dice en la última escena de “Las bicicletas son para el verano” que no había llegado la paz... había llegado “la Victoria” con lo que las rupturas de la guerra se perpetuaron pero a la vez pusieron las raíces para la rápida desaparición del régimen resultante de la Guerra Civil tras la muerte de Franco.
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